Las redes sociales, como criadero del ego vacuo en un nido perenne de
ignorancia, se desvelaron ya desde sus albores como la muestra palpable más
grotesca de decadencia humana. Aunque este agujero negro, engullidor insaciable
de todo lo que es saludable y elevado para el espíritu, se proyectó con objeto
de proporcionar a la más tierna juventud en celo un rincón personal en el que
exhibir sin el menor pudor sus externalidades y ocultar sus carestías, de modo
absolutamente sorpresivo acabó por extenderse, cual mantequilla en pan
caldeado, sobre todo individuo, sin consideración de edad, status o burda
inclinación política dentro de su socorrida democracia. Reseñable es que el
neoliberalismo democrático encaja como anillo en dedo enjabonado en esta nueva
raza de subproductos humanos. Esta juventud, que en estos momentos clama al
cielo por un futuro laboral que el cainismo neoliberal les susurró y perjuró ya
en la misma incubadora de la vida, se indigna –qué palabra tan fea- y lloriquea
en su actual condición de plañidera becaria. No obstante, el caso que aquí
atañe es el de las recientes vetustas incorporaciones: Facebook,
ese juvenil invento para viejos.
Ya se ha hablado y escrito suficientemente, o no, sobre cómo las redes
sociales priorizan la imagen sobre la palabra, o de cómo están diseñadas
exclusivamente para dar cabida a la lisonja y al paroxismo, o de la volatilidad
de la información estéril ahí vertida frente a aquello que clama perpetuidad, o
de sus altos contenidos en nicotina, o de que permiten a los ideólogos y
beneficiarios del ultra-consumismo mundial ahorrarse costosos estudios de
marketing, o de que el fin último para su usuario es un fin sexual, pero poco o
nada he leído sobre cómo actúa alimentado al ególatra que reside en los
adentros del populacho, tanto que los abuelos se nos van ahora de putas en
compañía de sus nietos.
Entre nuestros adolescentes, pues, se comprende hasta cierto punto este
comportamiento: son jóvenes. Buscan sexo. Cómo van a mostrar interés por un
libro. No hay más. Pero, he aquí la gran pregunta: ¿Qué ha llevado a las viejas
generaciones, después de transcurrida la mitad de su vida sin sentir esta ahora
ineludible necesidad, a unirse al denigrante mundo de las redes sociales? La
repuesta no se antoja nada sencilla, por lo que procuraré darle contestación
dando un rodeo: ¿Qué podría llevar a un veinteañero lisiado a usar bastón para
desplazarse? Planteamiento estúpido, ¿verdad?, puesto que hasta planteado éste
a un niño de ocho años, respondería que nada, que en situación de minusvalía
física el sujeto en cuestión optaría por medios adecuados para tratar de
solventar, en la medida de lo posible, su deficiencia, que utilizaría su
raciocinio para descartar inmediatamente esta opción. Pero si obligas al
entrevistado a inquirir un razonamiento afirmativo, te diría que sería
ciertamente una forma ineficaz, improductiva y absurda de afrontar su problema.
Así pues, la raíz de este comportamiento nos vislumbra ahora respuesta diáfana
a mi primera pregunta: su anquilosamiento, su minusvalía intelectual. Ésta los
conduce a acercarse a este burdo invento. Se sienten cómodos, abrigados por una
continúa retroalimentación entre sus innumerables iguales. Además, les hace
creer inverosímilmente que su palabra emana valor, tal es el juramento
democrático. ¿Qué produce la ignorancia con ánimo de disimular su presencia? Ego.
El vulgo está convencido de que su empeño en proferir simplezas en un vano
intento por dar notoriedad a su personalidad en un mundo impersonal y
mecanicista merece la atención de los de su calaña. Pero claro, si él lo cree,
así será, pues toda la masa lo cree correcto también y actúa de modo semejante.
Así se genera esta espiral sin fin de estupidez, la cual lleva a quien es ajeno
a ella a sentirse un tanto raro en primera instancia. Más tarde se siente a sí
mismo la excepción, la flor que crece entre la mala hierba. ¿A quién coño
creéis que le importa vuestra mierda de vida, chandalas? Es curioso comprobar
la sencillez pasmosa con que se puede retratar a cualquier individuo con solo
dar un repaso a sus publicaciones en una red social, y, comprobado esto,
descubrir el que, sin lugar a equívocos, es el común denominador a todos ellos:
Supuran analfabetismo evangelizado en egolatría.
No harta la plebe de divulgar su situación sentimental, sus edulcoradas o
fantasiosas relaciones sociales y sus más que dudosas proezas, se propuso, con
fina delicadeza de sastre, alcanzar la cima de lo macabro y nauseabundo.
Escribir condolencias, lamentos, obituarios, dedicatorias póstumas en una red
social a un ser cercano recién fallecido: ¡Qué lejos se ha llegado! En este
obcecado empeño de la liberal democracia por dar un altavoz, por pequeño y
miserable que sea, a todo individuo, se traspasaron, en este caso, todos los
límites imaginables. Qué mejor que complementar el rito fúnebre cristiano con
el Facebook, ¿verdad? ¿No encajaría un sepelio mejor, puestos a
modernizar a La Parca, con el vestuario estrafalario de Agatha Ruiz de la Prada
y los tirantes del manipulador “tumba-pone” gobiernos de su marido? ¿O
directamente publicar la esquela en su periódico, ése que la gente juiciosa usa
a modo de papel higiénico? Seriamente reflexionando, ¿qué otro fundamento puede
tener llevar la muerte a una red social que no sea satisfacer el voraz ego del
que publica tales cédulas, donde son recibidas con un festival de halagos y
agradecimientos por parte de toda la ralea de seguidores? ¿Qué ruindad es ésa
de aprovecharte de una tragedia, del sufrimiento de unas personas, para
retribuir a tus instintos más miserables? ¿Qué otra razón podría mover dar
publicidad al hecho en cuestión cuando lo tradicional y natural es reservarlo
exclusivamente al ámbito privado? A mí ya sólo me resta el sarcasmo como acto
reflejo ante tal aberración.
Desde otra perspectiva, ya se han posicionado como una recurrente fuente de
información para los medios de comunicación de este país, especialmente como
mecanismo de relleno en los noticiarios de los mass media -Eufemismo
de medios de comunicación para retrasados mentales - , actuando a
modo de ganapanes con las redes sociales. Cualquier famosillo cateto del tres
al cuarto, se haga llamar Fernando Alonso, Sergio Ramos o Belén Esteban,
dispone de una o varias redes sociales con ánimo de hacerse sentir un poco más
cerca de sus incondicionales, de tener un contacto más íntimo y personal con
ellos. No alcanzo a imaginar a Quevedo escribiendo las punzantes sátiras
dirigidas a Góngora en Twitter, o a Goya subiendo una foto de su
última creación a Tuenti ansioso de “me gusta”. Pero es la terrible realidad
que nos ha tocado vivir: un mundo convertido en un gigantesco ovillo de
simplicidad y vulgaridad, donde a aquellos que nos sabemos excepciones no
nos queda más opción que sorber la amarga savia de la resignación, agarrándonos
fuertemente dentro de nuestra burbuja a la cultura que esta sociedad iletrada
pretende pisotear con sus pies de atleta. ¿Por qué ocurre esto? El pacifismo y
el bienestar son agua estancada que, aunque en el escampe de una tormenta se
visualice agua pura y cristalina recién derramada, con el paso del tiempo, si
no es desembalsada y renovada, ésta acaba por pudrirse. Son las revoluciones,
la desobediencia y el conocimiento las que reavivan el vigor de los
pueblos, las que les suministran un nuevo aliento vital, las que rompen las
presas que el sistema construye con objeto de provocar la putrefacción de las
aguas acumuladas tras las tempestades del pasado. La civilización occidental
lleva largo tiempo sin verse envuelta en ningún conflicto de magnitud
sustancial. No por falta de razones o de necesidad, sino por un sistema que,
aprendidas las lecciones de la historia, ha sabido cercenar cualquier arrebato
que pudiera generarlo. Y así estamos; y así seguiremos: embobados con redes
sociales, televisión, comida basura, tecnologías de última generación, cerveza,
fútbol, consumismo exacerbado y ensueños de banalidad.
Dijo Rousseau: "El derecho que tengo a votar me impone el deber de
instruirme". Y yo digo: ¿con qué derecho un ignorante, después de toda una
vida de orgulloso desprecio por la cultura, exige nada a la plutocracia? Es una
merecida esclavitud aconfesional. Nada más merecida que esta situación de
miseria y degradación: el ojo acusador y distante de la historia sabrá juzgarlo
del modo que le corresponde.
Sed bienvenidos al siglo XXI, sed halagados internándoos tras las murallas
del reino de la estupidez, al cementerio de la cultura y del afán de
conocimiento. Sus restos descansan en carcomidos ataúdes bajo una vergonzante
capa de democracia y liberalismo. Es menester de la clase aristocrática
engalanarse con las vestiduras propias del noble oficio de sepulturero y, bajo
el cobijo de las noches sin estrellas, tratar de desenmascarar esta extensa
mácula que desluce el rostro de la humanidad.
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