Las redes sociales, como criadero del ego vacuo en un nido perenne de
ignorancia, se desvelaron ya desde sus albores como la muestra palpable más
grotesca de decadencia humana. Aunque este agujero negro, engullidor insaciable
de todo lo que es saludable y elevado para el espíritu, se proyectó con objeto
de proporcionar a la más tierna juventud en celo un rincón personal en el que
exhibir sin el menor pudor sus externalidades y ocultar sus carestías, de modo
absolutamente sorpresivo acabó por extenderse, cual mantequilla en pan
caldeado, sobre todo individuo, sin consideración de edad, status o burda
inclinación política dentro de su socorrida democracia. Reseñable es que el
neoliberalismo democrático encaja como anillo en dedo enjabonado en esta nueva
raza de subproductos humanos. Esta juventud, que en estos momentos clama al
cielo por un futuro laboral que el cainismo neoliberal les susurró y perjuró ya
en la misma incubadora de la vida, se indigna –qué palabra tan fea- y lloriquea
en su actual condición de plañidera becaria. No obstante, el caso que aquí
atañe es el de las recientes vetustas incorporaciones: Facebook,
ese juvenil invento para viejos.