lunes, 1 de julio de 2013

El culto de lo profano

No es necesario disponer de buen tacto musical para tomar conciencia de que el panorama musical español deja mucho, demasiado, que desear, o, hablando en cristiano, no es más que un montón de pestilente estiércol amontonado durante años. El problema no es que carezca de hedor, sino que la juventud de hoy nació sin el preciado sentido del olfato. La lista es interminable, tan larga como una cola formada por sus fans: Melendi, El Canto del Loco, El Sueño de Morfeo, Pereza, Maldita Nerea,…¡Joder! Hasta mi gato ronronea escuchando Metallica; si alguien conoce juez más independiente que un gato para dictaminar juicio que no dude en hacérmelo saber. Por no hablar de todo el ruido insalubre que genera la música electrónica en los bares y discotecas, y de los ritmos simples y repetitivos importados de Latinoamérica. Parándome a recapacitar por unos segundos sobre cuál ha podido ser la causa de esta patente degeneración musical, llego a una conclusión que, recostado de madrugada sobre mi almohada, llevaba largo tiempo divagando: el mundo tiende inexorablemente hacia la simplicidad más absoluta y degradante. 
Oh Sancta Simplicitas! Cuán absurdo y esperpéntico se vuelve el mundo en el momento en que la simplicidad se adueña de las sociedades vanidosas, y cuán bárbaro se torna el discurso de aquéllos que estamos libres de ella. Durante un largo tiempo, una displicente curiosidad me instigaba en pos de averiguar el porqué de este imparable retroceso cultural, dado lo irracional que se mostraba en primera instancia. El mundo desarrollado, tal como lo conocemos, está diseñado para crear imbéciles-ignorantes, pues es necesario venderles mierda para que la economía de consumo funcione con la mayor eficiencia posible. Ocurre en todos los ámbitos, y en el musical no iba a ser menos. Revertir esta situación se antoja más difícil que toparse con un poeta irlandés adicto al más que resistible dulce néctar de la sobriedad, ¿verdad, Joyce? Se ha dicho siempre que comer sin tener hambre es de necesitados; beber sin tener sed, de alcohólicos; follar sin pagar, de pobres y escuchar música sin conocimientos, de idiotas. Tropezar dos veces con la misma piedra es el único axioma auténticamente humano. La cultura se asemeja a la economía en que para atrás se desploma con la velocidad de un felino de la estepa africana, mientras que para ponerla de nuevo en marcha es necesario retirar los escombros acumulados, trabajo arduo llevado a cabo con la parsimonia propia de un proceso judicial en democracia.
Una desconcertante idea moderna es el concepto de moda. Resulta inverosímil que se haya podido introducir este concepto en el mundo de la música. Música desechable, de usar y tirar, prediseñada, al igual que ocurre con la tecnología, con obsolescencia programada para que los pazguatos modernos se regocijen en su estupidez. Pero, claro, luego nos damos de bruces con la emisoras radiofónicas musicales, las cuales se han encargado de esparcir toda esta basura entre una juventud carente de educación musical y de multiplicar el daño hasta hacerlo incorregible. ¡Qué fácil es manejar al vulgo y qué sencillo es derivar su mentalidad básica hacia donde exija un mundo de simplicidad!
Qué dirán ahora los ídolos del pasado, qué pasará por sus cabezas habiendo sido espectadores en primera fila de la decadencia del sentir musical. Qué malévolos pensamientos atormentarán a Richard Ashcroft, a Mark Knopler o a Bob Dylan tras ver convertido el noble arte de la música en mera vulgaridad y mezquindad. Qué certeras e insultantes palabras nos dedicarían los ya fallecidos Jim Morrison, John Lennon o Janis Joplin de haber contemplado con ojos incrédulos cómo sus esfuerzos fueron en vano. Ellos sí que supieron plasmar la idea de Aldous Huxley de que “después del silencio, lo que más se acerca a expresar lo inexpresable es la música”. Estos genios revolucionaron la música durante la última media centuria porque se atrevieron a ser completamente originales, se arriesgaban con letras, con ritmos, con todo lo que se antojase merecedor de renovación e innovación. Se trataba de poner vida y alma en tu empeño; o morir en el intento o en la cima de tu esplendor, tal y como marca la tradición del rock and roll. Mientras, por otro lado, los pocos que nos llegaron a lanzar pequeños halos de esperanza terminaron por venderse al fraude en que se ha convertido el rock and roll. En palabras de Noel Gallagher: "Jack White acaba de hacer una canción para Coca-Cola. Fin de la historia. Deja de estar en el club. Se parece a El Zorro enganchado a los donuts. Se suponía que él iba a ser el estandarte de una manera de pensar alternativa. A mí no me la pega, están jodidamente equivocados. Particularmente Coca-Cola, es como hacer un puto concierto para McDonald's."

Nada me ha atormentado tanto durante mis agitados años de juventud como la idea de haber nacido en una época que parece caminar sonámbula por el sendero del conformismo y erigir sus monumentos de gloria únicamente a patentes mediocridades. Juventud y conformismo; agua y aceite en otros tiempos mejores, el pan de cada día en nuestros días. Y es que aunque te importe una mierda el rock and roll, El Lago de los Cisnes de Tchaicovsky o los blues de Ray Charles, lo realmente relevante es mostrarse siempre en estado de alerta ante la sociedad y esculpir una mentalidad de hombre de acción tal y como fue, por ejemplo, el caso de Johnny Rotten: “no me gusta el rock and roll, tan sólo quería cagarme en todo”.
Se trata de una crítica subversiva con el fin último de revitalizar el mundo de la música. La industria musical realiza pinchazos en el brazo de la juventud hasta encontrar la vena por la que introducirá el veneno, o el antibiótico –que es lo que yo quiero-, que desee el paciente necesitado de notas o acordes musicales. “La vida sin música sería un error”, dijo Nietzsche desde la soledad que voluntariamente buscan los espíritus libres; y es que nada más cercano a la realidad, la vida necesita de una banda sonora que anime y empuje la existencia en su aparente sinsentido. Claro que lo que se nos inyecta ahora, un sucedáneo barato para una sociedad que nada aprecia más que la mediocridad, se confunde de forma ininteligible con un pasado que siempre fue mejor. Aún quedamos jóvenes capaces de apreciar y discernir el grano de la paja; somos pocos, pero los suficientes. Al resto les dejamos viviendo en la felicidad inherente a la ignorancia, mientras nosotros, espíritus que nos elevamos entre la mediocridad, permanecemos ajenos en la nostalgia de lo auténtico. ¡Malditos ignorantes, habéis acabado con todo!

No es personal, es sólo cultura.