Dulce nostalgia, es lo único que nos queda a los que vivimos
aquellos tiempos de libre albedrío. Recuerdo lo que quiero, el resto lo
desprecio, pues de nada me sirve. En casa, únicamente comer y dormir, las
polvorientas calles no podían esperar. Sólo diversión y travesura, envueltos en
la frescura de un pequeño pueblo de la meseta. Crecimos fuertes con el colacao
y las lentejas de nuestras abuelas. Un balón desgastado de tanto uso siempre
entre nuestros pies, desatando nuestra imaginación infantil en la plaza del
pueblo sin importar que cayera sobre nosotros la fría lluvia de noviembre, una
petrificante helada de enero o el abrasador sol de agosto, mes en el cual los hijos de los emigrantes de esta rica tierra se nos unían ávidos de deseo tras meses de angustiosa espera. Toda la chavalería,
bañada en ilusiones de futuro, recorriendo de acá para allá cada esquina del
pueblo sin percibir el más mínimo síntoma de agotamiento. He ahí la inocencia: todo es belleza y pureza,
que una vez perdidas no las vuelves a recuperar. La mejor época de nuestra vida y
nosotros sin ni siquiera saberlo, quizá eso ayudó a que fuera tan especial.
De repente, te despiertas una mañana y te das cuenta de que
todo eso se ha ido para no volver. Comienzas a no pensar más allá de la
siguiente paga o de la siguiente copa. Te conviertes en un consumista más
obsesionado con la banalidad, en otro peón más en el tablero del liberalismo
económico más voraz, en otra víctima inocente de la irracionalidad humana… en una simple estadística: He ahí la tragedia de la vida del hombre moderno.
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